Típico de madre
soltera es insistir de forma enfermiza en enseñarle a decir primero “mamá” que
“papá”. Y no, las cosas no siempre salen como se planea.
Una noche, al llegar del trabajo a buscar en
casa de mi hermana a mi bebé, ya de nueve meses, se me lanzó en los brazos
rebosante de alegría al verme. Me disponía a meterme en el cuarto para darle de
mamar y reconectarnos en ese momento hermoso, pero me distraje hablando con mi
hermana y su familia. Varias veces saqué la mano de mi hija, intrusa e
impertinente, de mi blusa, y ella me miraba expectante, ustedes saben, con esos
ojitos que ponen cuando están a punto de llenarse la boca de pezón. Así pasaron
varios minutos hasta que, en un ataque de desesperación, colgada de las solapas
de mi uniforme, me gritó con toda su fuerza: “TEEETAAA”. ESA fue su primera
palabra y no la repitió, ni dijo otra, hasta unos meses después.
Ya son cuatro
años amamantando. Hemos pasado por muchas etapas y hemos vivido momentos
maravillosos, momentos desesperantes en los que yo he querido tirar la toalla y
momentos escandalosamente hilarantes que les relataré en los próximos párrafos.
Al principio fui
duramente criticada por no querer dar un tetero. Tanto fue así que me dediqué a
investigar hasta alcanzar el nivel “obsesión”. A las tres semanas de nacida,
dejé de dar teta y a las seis semanas relacté como lo hacen las madres
adoptivas. Fui defensora de lactancia, luego dejé de defenderla (porque en
realidad dejé de percibir las críticas como un ataque) y, finalmente, pasé a
ser promotora de lactancia, dando apoyo a quienes desean más información.
A los cuatro
meses fui diagnosticada de una depresión severa, por lo que se me recomendó
destetar para que tomara antidepresivos. Nunca volví al consultorio porque me
había costado muchísimo recuperar la lactancia, como para perderla por
antidepresivos. Y luego aprendí del psiquiatra mexicano Esteban Braham, que la
lactancia es el mejor antidepresivo que existe, así que tomé una excelente
decisión, pero por pura rebeldía.
Un día me imaginé
como la última mohicana que lactaba, luego descubrí que era una más de un
montón que hacía lo mismo que yo.
Al principio me
daba pena mostrar la teta, tanto que tapaba la teta y a la niña con un pañal de
tela que iba desde el hombro hasta la barriga, haciendo que la pobre
transpirara a mares allí escondida. Luego empezó la lucha de mi hija por quitarse el trapo de encima
por lo que, más de una vez, quedó todo al descubierto y yo roja de vergüenza.
Un día tuve piedad de la pobre que parecía que salía de un sauna cuando
terminaba de mamar y empecé a taparme solo el seno, dejando libre apenas el
pezón que pudorosamente mi hija cubría con su boquita.
A los dos años ya
había perdido toda vergüenza y sacaba la teta libremente en cualquier lugar
cada vez que mi hija lo requiriera, al punto de llegar a quedarme dormida sobre
un sofá en una librería en la que trabajaba. Cuando ella terminó de mamar, se
bajó de mi regazo y se fue a jugar con los libros, por lo que fui fotografiada
dormida, con la boca abierta y una gran teta talla 38B a la vista del público.
“Estuviste como cuarenta y cinco minutos durmiendo”, fue lo que contaron mis
vecinos de tienda, quienes no tuvieron el valor de despertarme, pero sí de
mostrarle a medio mundo la foto del cuerpo inerte sobre el sofá con la teta al
aire.
Una vez,
caminando por la calle y dando teta a la vez, me resbalé con un charco. Hice
mil peripecias y un triple salto mortal con tirabuzón hacia atrás con el fin de
no caerle encima a mi hija, largué el bolso de los juguetes, la carpeta llena
de papeles, la cartera súper-pesada, mostré las pantaletas, me hice un morado
en la rodilla derecha y un esguince en el tobillo izquierdo. Todo en dos
segundos. La caída y peripecias le resultaron graciosas a ella, quien soltó la
teta y empezó a gritar emocionada. La escena de la mujer espaturrada en el
suelo, con los peroles regados en el piso, sin poderse levantar por el dolor en
la ingle, en la rodilla y en el tobillo, con una niña en brazos muerta de la
risa y una teta libre, será recordada por los cientos de transeúntes que
andaban por esa calle, en pleno centro de la ciudad.
También pasamos
juntas la etapa de los mordiscos, manotones, pellizquitos y hasta los momentos
cuando, mientras mamaba en una teta, con la mano agarraba mi otro pezón, como
si estuviese sintonizando una emisora imaginaria. Recuerdo que una vez se me
lanzó con tanta desesperación sobre el pecho, que rebotó como un balón y cayó
dos pasos más allá de la cama.
Recuerdo que
entre el año y el año y medio, mi hija no desaprovechaba cualquier ocasión
de verme sentada, acostada, ni bañándome
o cambiándome la blusa, o cualquier situación que le recordara que yo producía leche,
porque enseguida hacía las gestiones para hacerme entender que quería mamar.
Era insufrible, mamaba trescientas veces al día, en oportunidades por chupitos,
toda la santa noche y, a pesar de que practicábamos colecho, yo dormía fatal,
así que mis días eran increíblemente pesados debido al cansancio que terminaba
por empañarme la ya escasa inteligencia emocional y unas ojeras eran tan
grandes y oscuras que podía usarlas como sostén.
Escribí, llamé,
texteé, aparecí cual Droopy mil veces ante Janeth Ivimas, mi consejera de lactancia,
rogando que terminara el suplicio, que no soportaba, que odiaba dar teta.
Admiro la paciencia de Janeth, que en montones de ocasiones, me daba ánimos
para continuar. Y hoy se lo agradezco infinitamente. Fueron apenas pocos meses,
comparados con años llenos de hermosos momentos. No me arrepiento de haber
seguido sus consejos.
Una noche,
desperté porque sentí una incómoda revisión de mis glúteos. Era mi bebé, que
pasando dormida sobre mí, se los encontró accidentalmente. Di un manotazo
instintivo de protección de mi intimidad y le dije: “¿Qué haces allí?”, a lo
que aún dormida, afincando el rostro entre las nalgas, buscando un pezón
perdido, me respondió: “teta, mamá, teta”. Reí por semanas.
Recuerdo que mi
hija se salvó de una deshidratación severa producida por la diarrea, la fiebre
y los vómitos causados por un parásito, debido a que se pasó todos esos días
pegada a la teta casi las 24 horas continuas (con breves pausas para que yo
pudiese ir al baño o para diligencias furtivas a la cocina). Un milagro del que
se maravillaron los médicos. No hizo falta pedialyte ni suero oral.
Mis dos tetas
pasaron a ser nuestra medicina para todo, para detener pataletas, para calmar
la picazón de las picadas o de las heridas de la lechina, para aliviar
calorones y sed, para curar conjuntivitis, pañalitis, forúnculos, brasas,
aburrimientos, para dormir más rápido, para conversar, para pedir perdón, para
dolores de garganta, para malestares estomacales, para relajarnos… y la lista
de usos afines sigue, infinita.
Hoy ya no pide
teta ni me acepta las insinuaciones de mamar. Tiene una salud resistente y
mantenemos protegida nuestra relación de amigas y confidentes. A veces extraño
dar teta y a veces siento que, como dice Janeth, ha terminado satisfactoriamente
una etapa amorosa entre mi hija, mis dos tetas y yo.
Louisana Panagua.
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