viernes, 3 de agosto de 2012

EL PODER DEL TACTO



"El amor es para el niño lo que el sol para las flores; no le basta el pan: necesita caricias para ser bueno y fuerte." (Concepción Arenal)

De numerosos estudios se ha desprendido que el tacto es algo fundamental para la vida, y que podemos padecer verdaderos trastornos o incluso morir si estamos gravemente privados del contacto táctil. El ejemplo más obvio lo tenemos con el nacimiento. 
Todos estamos familiarizados con lo que hacen las hembras de los animales que lamen escrupulosamente a sus pequeños inmediatamente después de dar a luz, tras lo cual los recién nacidos tratan de ponerse en pie y empiezan a mamar. El proceso siguiente de seguir lamiendo es mucho más que el acto de secar la piel; también estimula la circulación de la sangre, los aparatos respiratorio y digestivo, los nervios y el sistema endocrino, para traer efectivamente al animal “a la vida”. 
Sin estos lametones (como ocurre cuando la madre muere en el parto), el hijo puede morir también, a no ser que otro animal, o un ser humano, active en él los mismos procesos. 
En los seres humanos, el periodo entre ocho y quince horas aproximadamente de contracciones musculares durante el parto consigue el mismo objetivo que los lametones, porque estimula las funciones vitales del feto, que de ese modo está preparado para tener una vida independiente. Se ha observado que los niños prematuros o que han nacido con cesárea, que no han tenido este proceso, son más propensos a contraer enfermedades contagiosas, a la apatía, y son más lentos en el aprendizaje.


Podemos considerar que el tacto es fundamental para el desarrollo de la seguridad emocional, la confianza, la tranquilidad, la aceptación y la protección contra el dolor: cualidades todas que son vitales para un crecimiento equilibrado. 
La sociedad moderna en la que vivimos no fomenta el tacto, al menos en el mundo occidental no tanto como en el oriental. Allí resulta normal que un niño esté en constante contacto físico con su madre o con otro adulto en los primeros días de su vida; resulta normal para los familiares dormir todos estrechamente juntos; el masaje de los bebés forma parte integrante de su rutina diaria. 
En Occidente hemos creado una estructura que en realidad niega el tacto, a partir del momento en que a los recién nacidos se los llevan a una habitación separada, se utiliza el biberón y el cochecito (en vez de la teta y el cabestrillo); en cuanto al mensaje, es una actividad prohibida. Lo mismo que nos hemos alejado del tacto, hemos perdido el instinto básico de curar. De cara a la ciencia médica, hemos rebajado la importancia del contacto humano; en vez de limitarnos a sujetar y aliviar la cabeza del que padece una jaqueca, le damos una aspirina.


La curación por medio del tacto, es decir, el uso concreto del tacto en determinadas partes para producir efectos concretos, es un talento innato que todos tenemos y que podemos desarrollar aún más si queremos. Sin embargo nunca nos han enseñado a hacerlo y, hasta hace poco, esta habilidad resultaba sospechosa porque se creía que pertenecía al ocultismo. 
No obstante, este tipo de curación la ha practicado normalmente la humanidad a lo largo de la historia, y formó parte de la estructura de las religiones, de las filosofías y de los modos de vida. Para las culturas tribales, los curanderos eran las personas más respetadas y veneradas. Los que se sabía que tenían visiones especiales, sueños o cualidades mediúmnicas, eran especialmente elegidos para ser entrenados como curanderos o guías espirituales, como hemos visto en los hechiceros, kahumas, chamanes y curanderos. La tradición Judeo-cristiana menciona numerosos episodios bíblicos en los que el sufrimiento humano era aliviado por alguien que suplicaba a la divinidad en nombre del paciente imponiéndole las manos.

Por Georgina Regan y Debbie Shapiro