Las fiestas de cumpleaños de los niños tal
como culturalmente se festejan hoy, son un indicador fehaciente del lugar que
le otorgamos a la comida de plástico. Casi todos los niños escolarizados tienen
un promedio de un cumpleaños por semana. Ir a una fiesta de cumpleaños se
interpreta como el lugar donde llenarse de lo peor de la oferta gastronómica. Y
esto no depende de la capacidad económica de los padres, sino de la costumbre.
De hecho, es frecuente que en las fiestas haya un apartado con comida de
altísima calidad y muy gourmand para
los adultos, pero que en la mesa destinada a los niños haya apenas productos de
copetín terriblemente salados, golosinas, chicles, seudocereales multicolores
repletos de azúcar y las infaltables gaseosas. Los niños se llenan de estos
productos demasiado salados o dulces, la rematan luego con la torta de
cumpleaños y al finalizar se llevan de regalo unas bolsitas también repletas de
golosinas, en caso de que hayan comido pocas durante el festejo.
Todos los niños terminan esas fiestas
intoxicados, muchos de ellos vomitan al llegar a casa, sólo para estar
nuevamente preparados para el próximo cumpleaños. Y eso que se supone que
estamos festejando el aniversario de la vida de cada homenajeado.
Los padres vinculamos festejo de cumpleaños
con papas fritas y “chizitos”, con panchos y gaseosas, y con ruido ensordecedor
y excitación, como si eso fuese sinónimo de alegría. Y también suponemos que
los niños quieren “eso”. Una vez más, estamos ante una repetida equivocación.
Si van a estar solos y perdidos entre la multitud de niños estresados, mejor
hacerlo con mucho ruido y comida que tape la angustia.
Pero si se les ofreciera un festejo calmo,
entre pocos niños conocidos, con alguna actividad creativa, en el que cada niño
pudiera estar acompañado, mirado y tenido en cuenta, podrían comer algo
sencillo, saludable, en pequeñas cantidades, y además, les gustaría mucho.
Las interpretaciones que hacemos los adultos
sin mirar más allá, nos arrojan a un mar de conclusiones confusas y dejan a los
niños desprovistos de poder elegir lo que necesitan.
Casi no se nos ocurren festejos diferentes:
los desarrollos de las fiestas parecen “enlatados” como las series
norteamericanas de televisión. Y la sistematización de estos encuentros supone
servir la peor comida, mientras acordamos entre todos que “eso hace feliz a los
niños”. Si pudiéramos detenernos unos instantes y entráramos en contacto con el
miedo que nos produce ser honestos con nosotros mismos, y encontráramos una
manera personal de hacer las cosas sin preocuparnos por lo que opinan los demás
(ese “demás” abstracto donde proyectamos nuestros temores más arraigados
otorgándoles un poder extraordinario), quizás sabríamos que a nosotros, lo
padres, no nos gustan “esos” festejos.
Que nos aturden. Nos agotan. Nos arrojan a un vacío existencial. Nos
alejan de nuestros hijos. Si pudiéramos poner las manos sobre el corazón,
cerrar los ojos y relatarles a nuestros hijos cómo nos gustaría celebrar su
cumpleaños… seguramente los niños estarían maravillados. Porque hasta ese
momento, lo único que conocen como festejo son las vivencias de ruido, soledad
y gritos. No se requiere ser demasiado creativos, con detenernos unos instantes
y cerrar los ojos es suficiente.
Por Laura Gutman
Qué exagerada es esta mujer, pero bueno, vende muchos libros que es lo que cuenta.
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